domingo, 28 de septiembre de 2014

Escocia: el gozo en un pozo (por Adrià Casinos)

La llave escocesa para abrir la puerta de la Unión Europea a otros territorios secesionistas, no ha sido más que una entelequia. La versión oficial es que no tiene por qué influir en el ‘procés'. Lo de siempre: si el chico es listo, se parece al padre; si sale tonto, la culpa es del maestro


Pues los escoceses se han rajado. El anunciado duetto de tenora y gaita se va a convertir, en el mejor de los casos, en un solo. La llave escocesa para abrir la puerta de la Unión Europea a otros territorios secesionistas, no ha sido más que una entelequia. Así que si se persiste en el solo, habrá que vérselas a cara de perro con Bruselas y,  por supuesto, con Madrid.



El paralelismo entre Escocia y Cataluña afectaba desde los argumentos historicistas a, casi, el fetichismo de fechas: Escocia habría perdido su “independencia” tan solo siete años antes (1707) que Cataluña (1714). Aciagos años los primeros del siglo XVIII. Aunque es tan falsa una afirmación como la otra, hay una diferencia fundamental: Escocia, con sus más y sus menos, fue un reino separado e independiente hasta 1603 (como veremos enseguida), mientras que Cataluña no reunió nunca esas condiciones. El único período de real independencia se limitó al de la república forzada por Claris, después del “Corpus de sang”. Durante siglos Cataluña no fue más que una serie de condados ligados feudalmente al soberano francés, condición de la que los libera Jaime I al firmar el tratado de Corbeil con Luis IX de Francia (1258). El mismo Jaime I es el que daría entidad de jure a lo que después se llamaría Principado de Cataluña, al convocar las primeras cortes. Pero centrémonos en Escocia: ¿de verdad fue independiente hasta 1707 como sostiene la propaganda del SNP?
Veamos. En 1603 muere sin descendencia directa Isabel I, la última Tudor. Aplicando la ley de sucesión, que estipulaba que debía entronizarse el pariente más próximo de religión reformada, fue proclamado rey de Inglaterra Jacobo VI de Escocia, con el nombre de Jacobo I, quien tan solo un año después adoptaría el título rey de la Gran Bretaña. La corona de Escocia desaparece para siempre. A ese soberano se debe el primer símbolo de la unión, la primera “Union Jack” (Jack del latín Jacobus), como superposición de las cruces de San Andrés y San Jorge (banderas de Escocia e Inglaterra, respectivamente).
Durante las guerras entre Carlos I y el parlamento inglés, los escoceses intervienen en apoyo del rey, que favorece el presbitianismo, predominante en Escocia. Luego, durante su república, Cromwell fuerza la unión parlamentaria de Inglaterra, Escocia e Irlanda. Con la restauración se volvió a la situación de tres parlamentos separados.
¿Qué implica pues el Act of Union de 1707? Fundamentalmente, la unión parlamentaria. Escocia pierde su parlamento, pero Inglaterra también ve desaparecer el suyo (que todavía no ha recobrado).Por supuesto que por razones demográficas, ambas cámaras (Comunes y Lores) del parlamento de la Gran Bretaña se constituyen con predominio inglés. ¿Se puede entonces decir que Escocia fue independiente hasta 1707? Eso sería equivalente a asumir que lo volvió a ser desde que consiguió un parlamento propio en 1998 , o que Irlanda fue independiente hasta 1802, cuando también pierde su legislatura, aunque sigue existiendo como reino separado. Me gustaría saber qué pensaría un irlandés de esa última afirmación.
Otra prueba palpable de lo dicho es que desde la unión de coronas de 1604, Escocia no tuvo política exterior propia. Dejó de ser la tradicional aliada de Francia (Auld Alliance o Vieille Alliance) contra el poder de Londres. Un ejemplo. María Estuardo estuvo casada con el rey francés Francisco II, que murió adolescente; si la pareja hubiera tenido descendencia, hubiera podido haber un único soberano para Escocia y Francia. A partir de aquel momento Edimburgo fue partícipe de la expansión imperial de Londres. Esa fue precisamente una de las razones de la unión parlamentaria. Eso y la quiebra económica provocada por una aventura colonial autónoma en el istmo de Darién (actual Panamá). Y sin duda la asunción del protestantismo por los escoceses fue también muy determinante para que su país basculara hacia Inglaterra.

Gran parte de la información que se ha divulgado en Cataluña sobre las historia de Escocia, en los últimos meses, es pues pura tergiversación. En la misma línea, si los escoceses hubieran votado por la secesión, el soberanismo catalán  le hubiera dado la máxima importancia al hecho. Como no ha sido así, la versión oficial es que no tiene por qué influir en el “procés” catalán. Tal y así lo dijo Artur Mas no hace muchos días. Lo de siempre: si el chico es listo, se parece al padre; si sale tonto, la culpa es del maestro. 

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Las dificultades de la secesión en democracia (por Stéphane Dion)

Tanto en Escocia como en Quebec, los líderes del Sí han definido el asunto del referéndum como una elección entre el orgullo y el miedo. Como entre nosotros, en 1995, los líderes escoceses del No han tardado en responder que un voto por el No es también un voto de orgullo: existen sobradas razones para sentirse orgullosos de la contribución vital de los quebequeses al auge de Canadá, y de los escoceses al del Reino Unido

Casi todas las democracias se declaran indivisibles. Se considera que no se puede privar a los ciudadanos de su pertenencia en contra de su voluntad. En Canadá y el Reino Unido se argumenta de manera diferente: se estima que la unidad del país sólo se puede basar en el deseo de permanecer juntos.



Sin embargo, un referéndum sobre la autodeterminación no es un ejercicio agradable. Se ha alegado que la campaña del referéndum escocés se ha desarrollado mejor que las que experimentamos en 1980 y 1995. De hecho, una encuesta muestra que casi la mitad de los votantes del No se sentía "personalmente amenazado". Políticos del No tuvieron que interrumpir sus discursos al ser abucheados. Las entrevistas dan cuenta de tensiones en las familias, entre amigos, en el trabajo. Ha habido instituciones intimidadas, empresas amenazadas con boicots.
Al igual que en nuestro caso, el debate ha sido difícil debido a la fractura entre identidades: las encuestas muestran que el apoyo al Sí ha sido más fuerte entre los votantes cuyos padre y madre eran escoceses.
Al igual que entre nosotros, los dirigentes del Sí han denunciado como una campaña del miedo los avisos contra las perturbaciones económicas inevitables que acompañarían el proceso de secesión. Pero, de hecho, puede resultar racional para los agentes económicos querer invertir en otro lugar que no en una región secesionista, ya que es razonable que el país original no acepte al nuevo país en el seno de su banco central, o para Europa exigir requisitos de membresía al nuevo país.

El orgullo o el miedo

Tanto en Escocia como en Quebec, los líderes del Sí han definido el asunto del referéndum como una elección entre el orgullo y el miedo. Como entre nosotros, en 1995, los líderes escoceses del No han tardado en responder que un voto por el No es también un voto de orgullo: existen sobradas razones para sentirse orgullosos de la contribución vital de los quebequeses al auge de Canadá, y de los escoceses al del Reino Unido, dos países envidiados en todo el mundo.
La negociación sobre una secesión nunca se ha tanteado en una democracia bien establecida. Escindir un Estado moderno y democrático resultaría una tarea colosal. Se tendría que actuar de acuerdo con los derechos de todos en el marco legal del país, según lo confirmado por nuestro Tribunal Supremo. La negociación en Escocia se habría puesto en marcha sin el riesgo de una secesión unilateral, empresa inviable en una democracia.
La secesión de Escocia habría comportado menos problemas prácticos que la de Quebec, aunque sólo sea por su tamaño relativamente pequeño y por lo desplazado de su posición geográfica. Pero habría tenido que afrontar igualmente una batería de desafíos: renegociación de acuerdos, transferencia de fondos, de leyes, de funcionarios, etc. El gobierno escocés se asignó dieciocho meses para lograrlo, un período considerado demasiado optimista por el gobierno británico. Esta negociación, sin embargo, habría tenido un mal comienzo, con el primer ministro de Escocia amenazando con no pagar su parte de la deuda, un gesto nada realista e irresponsable.
Los negociadores habrían sido conducidos a un callejón sin salida si la mayoría hubiera retirado su apoyo a la secesión en mitad del proceso. Sería mejor que una ruptura tanto existencial como irreversible se negociara sobre la base de una clara mayoría, que se expusiera menos ante las dificultades. Una mayoría clara: la regla que prevalece en Canadá para entablar tales negociaciones. Afortunadamente para todos.

Y más afortunadamente aún, nosotros los quebequeses, hemos dicho y repetido que queríamos seguir siendo canadienses orgullosos.

(Este artículo ha sido publicado también por Le Devoir)

domingo, 14 de septiembre de 2014

Los panes y los peces (por Francisco Morente Valero)

Hace tiempo que en este país, el recuento de manifestantes de las grandes citas adopta la forma moderna de la parábola bíblica de los panes y los peces: nunca, en ningún caso, se acepta menos de un millón de participantes


Hace tiempo que en este país (España, Cataluña: elija el lector) el recuento de manifestantes en las grandes citas es la forma moderna que adopta la parábola bíblica de los panes y los peces. Desde el glorioso Caudillo que reunía un millón de personas en sus performances de la Plaza de Oriente hasta la espectacular V de este 11-S, los ejemplos son incontables y de todos los colores. Con una característica común: nunca, en ningún caso, se acepta menos de un millón de participantes. Así podemos ir desde el mítico 11 de septiembre de 1977 hasta las colosales manifestaciones del PP y la Conferencia Episcopal  contra Zapatero en la plaza de Colón de Madrid (aquí la cifra mágica eran dos millones), pasando por la gran demostración de Barcelona contra la guerra de Irak (otro millón) y acabando con las manifestaciones y vías patrióticas de 2010, 2012, 2013 y 2014 que ha organizado la Assemblea Nacional Catalana (sin apoyo institucional, mediático ni partidista alguno, como todo el mundo sabe), cada una de ellas mayor que la anterior, según se han encargado de señalar los organizadores, las neutrales policías encargadas del orden y esos expertos en contar con detalle lo que hacen los otros y en hinchar lo que organizan los propios.


Que hay una gran cantidad de independentistas movilizados es algo que ya sabíamos. Que a Mariano Rajoy eso parece traerle sin cuidado, también. Que Artur Mas no pondrá las urnas en condiciones de poder hacer una consulta mínimanente útil para saber dónde estamos (no digamos ya, para zanjar la cuestión) es evidente. Que tenemos un problema descomunal lo ve hasta el más tonto


Todas esas manifestaciones y concentraciones (incluyendo las del NO-DO) fueron de grandes dimensiones. Algunas, estratosféricas. Pero todas, sin excepción, con una participación muy por debajo de lo que la propaganda correspondiente quiso hacernos creer. Por la sencilla razón de que ni en la Plaza de Oriente ni en la de Colón (y zonas adyacentes) ni en el Passeig de Gràcia cabe (ni de lejos) un millón de personas; en realidad, sus capacidades respectivas quedan muy lejos de esa cifra. Es lo que tienen las matemáticas: calculas el largo y el ancho, los multiplicas; (en según que casos) al resultado le quitas un 10% de zonas no ocupables (mobiliario urbano, árboles y similares), y lo que queda lo multiplicas por un factor que en caso de altísima densidad podría ser 4 (personas por metro cuadrado), y en caso de gran participación, pero no de masa compactada, podría ser 3, y se obtiene un resultado bastante aproximado de la gente que ha podido asistir.
Solo los dispuestos a tragarse lo que sea pueden creerse que en una superficie que la propia organización había fijado en 200.000 metros cuadrados puedan haberse juntado un millón ochocientas mil personas (9 manifestantes por metro cuadrado). Las imágenes de TV de la concentración del pasado jueves permitían hacerse una idea del tamaño de la misma: los once kilómetros previstos estaban cubiertos, pero lo estaban con una anchura que oscilaba bastante de unas zonas a otras y que podría situarse, siendo generosos, en unos 25 metros de media, y con una densidad alta pero que no era la de una masa  compacta, como lo mostraba el que en gran parte de las tomas televisivas pudiese verse a la gente desplazarse sin mayores problemas entre las personas que formaban la V.
Con esa información en la mano [unos 275.000 metros cuadrados ocupados y unas 3 personas por metro cuadrado], podía hacerse un cálculo, aproximado pero con fundamento, que situaba la participación en la V entre tres cuartos y (como mucho, muchísimo) un millón de personas. Al día siguiente del acontecimiento, un grupo de investigadores de la Universitat Autònoma de Barcelona, que había preparado un mecanismo de cómputo sobre el terreno, dio la cifra de 900.000participantes.
Una  muchedumbre de impresión, claro, pero la mitad de lo que (¿alguien lo duda?) la propaganda nacionalista fijará como cifra para la historia. Se podrá aducir que el número es lo de menos, que lo que cuenta es el carácter masivo de la V. Y en parte, es verdad. Sin embargo, que el número más o menos exacto es relevante lo prueba el que los organizadores se hayan apresurado a doblarlo (impensable quedar tan lejos de la marca oficialmente registrada en 2013). Pero más importante aún es que quienes analizan a fondo las tendencias de la sociedad catalana sepan de qué y de cuánta gente exactamente estamos hablando. Las estrategias políticas acertarán o se equivocarán en función de que tengan en cuenta, o no, la realidad “real” (permítanme la redundancia) en vez de la virtual.

Quien corresponda debería tomar buena nota de lo que ha pasado y empezar a pensar en alternativas políticas viables que permitan encauzar el problema que el Estado tiene planteado y que hasta ahora algunos pensaban que se solucionaría simplemente esperando a que el soufflé bajase


Lejos de mi intención minusvalorar la participación ciudadana en la V. Todo lo contrario. Creo que a quien corresponda debería tomar buena nota de lo que ha pasado y empezar a pensar en alternativas políticas viables que permitan encauzar el problema que el Estado tiene planteado y que hasta ahora algunos pensaban que se solucionaría simplemente esperando a que el soufflé bajase. Bien, pues no ha bajado, ni nada hace pensar que vaya a bajar en un futuro próximo. Ahora bien, se equivocará igualmente quien piense que la V es el punto de inflexión en la situación política que vivimos, y que hará el camino a la consulta (y con ella, a la independencia) imparable.
Que hay una gran cantidad de independentistas movilizados es algo que ya sabíamos y que este 11-S solo ha vuelto a confirmar. Que a Mariano Rajoy eso parece traerle sin cuidado, también lo sabíamos. Que Artur Mas no pondrá las urnas en condiciones de poder hacer una consulta mínimanente útil para saber dónde estamos (no digamos ya, para zanjar la cuestión) es evidente. Que tenemos un problema descomunal lo ve hasta el más tonto. Que esto es una cosa que de revolución tiene poco, también. Que cierta izquierda viva todo esto, como dice el Mas de Polònia, amb il·lusió y con la sensación de que pasado mañana asaltará el Palacio de Invierno al frente de las masas roji-amarillas es algo que escapa a mi comprensión (pero eso no es grave porque, indudablemente, mi comprensión debe de ser muy limitada).
En cualquier caso, la V no ha sido el inicio de nada sino el final de la fase de movilización festiva y familiar que ha caracterizado al movimiento independentista durante estos dos últimos años. Ahora empieza el conflicto de verdad, con cada vez menos espacio para las ambigüedades, los juegos florales y los errores tácticos. El frente “consultista” se autoimpuso una fecha límite. Estamos a menos de dos meses de que se cumpla. Más de uno de los que están al mando siente ya el vértigo de las alturas a las que se ha subido sin que esté clara la forma en que se puede bajar de ellas. Ojalá que no sea con un gran batacazo colectivo, pase lo que pase el 9N.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Por un federalismo plurinacional del siglo XXI (por Francesc Trillas*)

Muchos de quienes defendemos el concepto de federalismo plurinacional no exigimos el reconocimiento de la soberanía nacional para Cataluña o Euskadi. Entre otras razones porque en el mundo del siglo XXI sólo puede haber soberanías compartidas y solapadas. Lo que necesitamos es avanzar hacia un federalismo europeo en el que los estados-nación vayan cediendo su poder


Daniel Guerra Sesma en un interesante pero pesimista artículo publicado en este blog asocia el término de federalismo plurinacional con el del reconocimiento de la soberanía nacional de los territorios constituyentes, por ejemplo de Cataluña y Euskadi en España. Sin embargo, muchos de quienes defendemos el concepto de federalismo plurinacional no exigimos el reconocimiento de tal soberanía, entre otras razones porque partimos de la base que en el mundo del siglo XXI sólo puede haber soberanías compartidas y solapadas.


Cataluña ya es plurinacional, en el sentido de que dentro de ella conviven varias “culturas nacionales”: la que ve TV3, la que ve Tele Cinco, y la que ve en vídeo programas chinos


Esta es una de las muchas razones por las que la constitución española de 1978 está un poco añeja, porque en una Europa con 28 estados, 18 de ellos con una moneda única, donde las políticas nacionales están totalmente restringidas por lo que se decide fuera de cada estado-nación, hablar de “soberanía nacional” como algo realmente existente es una entelequia.
Ni España es soberana ni Cataluña o Euskadi lo serán, si es que quieren seguir en el proyecto europeo y conectadas al mundo. Lo que tenemos que conseguir es que los ciudadanos europeos recuperemos algo de la soberanía que hoy tienen los mercados, y eso se hace en el contexto de un federalismo democrático europeo, al que se avance con realismo desde una estructura basada hoy en unos estados-nación que van perdiendo poder.
Creemos que sí que es posible una arquitectura institucional, como dijo Ramón Jáuregui “de muñecas rusas”, donde se relativice y se desmitifique el concepto de soberanía, y el mismo concepto de nación. Donde aceptemos con naturalidad que cada territorio es gobernado por varios niveles administrativos en el que cada nivel rinda cuentas directamente ante la ciudadanía, sin intermediarios como ocurre en un sistema confederal. Creemos que el concepto de federalismo plurinacional puede ser satisfactorio para entidades donde conviven distintas culturas “nacionales” (aún aceptando el carácter vago de este término) como Canadá o la India, que son federaciones plurinacionales donde no se reconoce la soberanía nacional de las unidades (en el sentido de que puedan libremente entrar y salir de la federación). Lo que sí que se hace es reconocer las singularidades culturales como una riqueza común, y se acepta un uso más laico, común y descargado de carga simbólica y legal del concepto nación, como cuando se habla de las naciones originales (los pueblos indígenas en Canadá).
En España ya se reconoce la existencia de nacionalidades, y en el Reino Unido se habla de Gales y Escocia como naciones, aunque tengan menos competencias que Cataluña. España es plurinacional y algunos creemos que sería positivo reconocerlo como se hace en Canadá. Pero es plurinacional no en el sentido que querrían darle muchos nacionalistas, sino en el sentido de que cualquier territorio de la Europa de hoy, quizás del mundo, es plurinacional. También Cataluña es plurinacional, en el sentido de que dentro de ella conviven varias “culturas nacionales”: la que ve TV3, la que ve Tele Cinco, y la que ve en vídeo programas chinos (como el señor de la tienda de debajo de mi casa). Incluso la mayoría de hogares en Cataluña, por no decir la mayoría de nosotros seres individuales, somos plurinacionales, pero queremos una arquitectura institucional que reconozca este hecho. La Cataluña y la España de hoy son la Europa de Claudio Magris, es el mundo de Amartya Sen, es la realidad de la mezcla. Desmitifiquemos conceptos e intentemos adaptar la ley a la realidad.

*Francesc Trillas es profesor de Economía de la UAB y coordinador del libro “Economia d’una Espanya plurinacional”.

viernes, 5 de septiembre de 2014

Federalismo plurinacional, una apuesta complicada (por Daniel Guerra Sesma*)

Tenemos actualmente sobre la mesa dos propuestas federales: una que pretende constitucionalizar el régimen autonómico pero manteniendo la soberanía unitaria del pueblo español y otra, plurinacional, que aspira al reconocimiento de diversas soberanías nacionales ¿Implica el federalismo plurinacional un cambio de la soberanía? ¿Lo aceptarán la mayoría de ciudadanos españoles?



Sin pretender una definición exacta de un término tan polisémico, podemos entender el federalismo de dos maneras: una, referida a la organización de un Estado federal, y otra, más flexible, como la forma de conciliar diversas identidades nacionales mediante un pacto político libre y voluntario. En nuestro contexto, hay sobre la mesa dos grandes propuestas federales: una nacional, de tipo orgánico, por la que se pretende constitucionalizar el régimen autonómico pero manteniendo la soberanía unitaria del pueblo español. Otra, la plurinacional, de tipo pactista, que pretende la reconstitución de la planta política del Estado mediante el reconocimiento de diversas soberanías nacionales y un pacto constituyente entre ellas.



La propuesta de federalismo nacional ha sido presentada por el PSOE en su Documento de Granada, y la defienden también, con matices, UPyD y Ciudadanos. La del federalismo plurinacional viene siendo formulada sobre todo por sectores políticos y académicos de determinados territorios, aquellos que han mostrado más interés en preservar sus identidades colectivas culturales e históricas. Sin excluir algunas organizaciones regionales del PSOE, básicamente ha sido defendido por las izquierdas periféricas, parte de Izquierda Unida y también por los partidos nacionalistas que, sin ser federalistas, han encontrado en esta propuesta un encaje a sus pretensiones particularistas.
Los postulados fundamentales del federalismo plurinacional se basan en la constatación de que España no puede mantenerse como un Estado-nación considerado como artificial, sino que ha de reconocer su diversidad nacional mediante su propia transformación. Se trata, en suma, de otorgar soberanía política a determinados territorios que por sus características culturales, históricas y sociales pueden considerarse como realidades nacionales dentro de España. No es, pues, una mera reorganización del Estado autonómico hacia un Estado federal que constitucionalice los dos niveles de gobierno (central y territorial) dentro de una única soberanía, como propone el PSOE, sino la reconstitución del Estado español en un nuevo Estado plurinacional con diversas soberanías territoriales.
Más allá de la teoría de las soberanías compartidas de tipo funcional entre federación y territorios federados, la propuesta plurinacional supone la quiebra territorial de la soberanía nacional del artículo 1.2 de la Constitución, entendida como fuente originaria de poder del pueblo español en su conjunto, y promueve su fraccionamiento en diversas soberanías adscritas, en principio, a Cataluña, País Vasco, Galicia y el resto del Estado (al que nunca se le encuentra un nombre concreto). En ocasiones la frontera entre el federalismo plurinacional y el confederalismo parece liviana, pues ambas propuestas plantean la existencia de diversos territorios soberanos dentro de una unión política.
Pero el federalismo plurinacional adolece de un problema empírico fundamental: su aceptación por la nacionalidad dominante. Parte de la necesidad de que en el Estado hay varias naciones y de que deben ser políticamente reconocidas. Está claro que un Estado cultural y socialmente homogéneo -si es que queda alguno- no entraría en este paradigma. Sin embargo, un Estado plural pero con una nacionalidad dominante, aunque pudiera reunir el requisito mínimo para ser multinacional al haber otras naciones, difícilmente lo será en la práctica si los ciudadanos de esa nacionalidad no lo aceptan, porque se identifican directamente con él. Este problema lo intenta resolver Kymlizcka, teórico del federalismo plurinacional canadiense, apelando al liberalismo de la nacionalidad dominante, lo que no deja ser de ser un ejercicio de bienintencionado voluntarismo. Asimismo, Alain Gagnon y Marc Santjaume, en un reciente trabajo, hablan de “federalismo hospitalario”.

España sólo se transformará en un nuevo tipo de Estado si la mayor parte de sus ciudadanos y los partidos políticos que les representan lo aceptan. No parece que la tendencia reflejada en las encuestas vaya en ese sentido: las dos opciones preferidas son el mantenimiento del estado actual o un Estado más centralizado


Puede que en España haya diversas naciones o nacionalidades, pero no son realmente concurrentes en la medida en que hay una claramente dominante sobre las demás y que no puede adscribirse a una identidad castellana sino a una directamente española. España sólo se transformará en un nuevo tipo de Estado si la mayor parte de sus ciudadanos y los partidos políticos que les representan lo aceptan, y tanto éstos como aquéllos forman parte de esa nacionalidad mayoritaria española. No parece que la tendencia reflejada en las encuestas publicadas vaya precisamente en ese sentido, pues normalmente nos indican que las dos opciones preferidas por los ciudadanos españoles son el mantenimiento del estado actual o, en su caso, un Estado más centralizado.
En el caso catalán, la teoría plurinacional ha tenido una versión propia en la llamada tercera vía, que frente a la secesión promueve un nuevo pacto federal con España. Hay que decir en este sentido que cuando en Cataluña y en el resto de España se habla de federalismo se está hablando de dos cosas distintas, pues mientras a este lado del Ebro se habla de construir un Estado federal, en Cataluña se habla de un pacto federal con el Estado, que no es lo mismo. En todo caso, dirigentes políticos como Miquel Iceta (PSC) y Josep Antoni Duran i Lleida (UDC) han resumido las características de esa tercera vía en los siguientes puntos:
1.    El reconocimiento nacional de Cataluña.
2.    El concierto económico.
3.    El blindaje de las competencias lingüísticas y culturales.
En cuanto al tercer punto, no se entiende muy bien qué supone el blindaje de competencias que ya son exclusivas, y si ello supone que el Estado renuncie a la posibilidad de que el castellano pueda ser lengua vehicular en la enseñanza de aquel territorio, lo que está reconocido en la sentencia 337/1994 del TC, y en la doctrina tanto del Tribunal Supremo y del TSJ de Cataluña. Sin embargo, las dificultades más importantes para la aceptación de la tercera vía por el resto del Estado estriban en los otros dos puntos. En primer lugar, porque el reconocimiento nacional que se pide no es sólo histórico-cultural, sino también jurídico-político en forma de una soberanía originaria propia, y la mayoría de la nacionalidad dominante, como se ha dicho, difícilmente va a aceptar otra soberanía que no sea la española. Y en segundo lugar porque otros territorios, siguiendo la estela de Andalucía, no van a aceptar el concierto catalán, pues supondría un riesgo para la solidaridad regional y la merma presupuestaria para la aplicación de políticas públicas. De hecho, los conciertos vasco y navarro, admitidos en el proceso constituyente, plantean cada vez más dudas.
Así pues, en el contexto de un Estado como el español, de varias nacionalidades pero con una dominante, el federalismo plurinacional es inviable. Como lo es también la aceptación de la tercera vía catalana. En la medida en que las opiniones públicas de territorios como Cataluña y el País Vasco se orientan hacia posiciones cada vez más nacionalistas, mientras que la de los ciudadanos del resto del Estado se orienta inversamente hacia una mayor centralización, la separación creciente entre ambas condicionará la actuación de las élites políticas respectivas y contribuirá al mantenimiento de las tensiones territoriales. Lo que ya vaticinó Ortega en 1932, y lo que te rondaré morena.

*Politólogo. Profesor de Derecho Internacional Público en la Universidad de Sevilla. Autor de Socialismo español y federalismo, 1873-1976 (KRK Ediciones-FJB, Oviedo, 2013)